Cada verano, los
melocotones empiezan a desbordarse en los mercados: blancos, amarillos, rojos,
paraguayos, de Calanda… Clara sabe que el verdadero calor ha llegado. No el de
las previsiones meteorológicas, sino ese que se cuela en las paredes, se
instala en las sábanas, en la piel y convierte la cocina en un invernadero con
aroma a fruta madura.
La tradición de cada verano es sencilla: comprar dos kilos
de melocotones, los más dulces, los de piel aterciopelada y manchitas rojas del
sol. Volver a casa caminando despacio, con la bolsa rebosante de frutas apretada
contra el pecho, y dejar que los melocotones esperen en la encimera unas horas,
al calor de la ventana. Es importante que respiren, que suelten su perfume, el
mismo que ninguna vela aromática puede igualar.
—No hay prisa —decía su madre, con los pies descalzos y el
pelo recogido en un moño torcido—. El verano no se corre, se deja estar.
Después viene el pelado. Agua hirviendo, agua fría, pieles
que se rinden en tiras como seda. Y en la olla: melocotones en gajos, un poco
de azúcar, un chorrito de limón y otro de moscatel. A fuego lento. Siempre con
la radio puesta, y el ventilador zumbando inútilmente en el pasillo.
El aroma llena la casa. Es verano en estado líquido. Clara lo
sabe ahora. Cada vez que repite la receta, aunque su madre ya no esté. Cada vez
que se mancha los dedos al preparar los botes para regalar. A la vecina, a la
amiga que vuelve de vacaciones, a su hija, que ahora ya tiene edad para cortar
la fruta sin miedo a cortarse.
Algunos veranos saben a sal, otros a sandía. Para Clara, el
sabor del suyo siempre será el del melocotón al sol, cocido con cariño,
embotado con mimo. Y si se sirve frío, con una cucharada de yogur o queso
fresco, el mundo entero parece decir:
—Todo está bien. Es verano. Respira.
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