jueves, 6 de noviembre de 2025

Desde el cajón

 Desde mi lugar en el cajón, siempre he tenido asiento de primera fila en cada gran comida familiar. Las celebraciones importantes empiezan con un cierto alboroto… y hoy, hoy noto que hay algo especial en el aire.

 La yaya Mariana y su hija Irene están en la cocina, listas para convertir los ingredientes esparcidos sobre la mesa en un fricandó inolvidable. Sé que pronto me sacarán para cortar, rebanar y, si es necesario, incluso para poner paz. Suspiro, afilado, esperando mi turno.

Me sacan antes de lo habitual. Mala señal. 

Hoy hay tensión.

 Siento el peso familiar en las manos de la yaya Mariana. Empieza con decisión: zanahorias, tomates, cebollas, una cabeza de ajo. A ella le gusta seguir las recetas al pie de la letra, con una precisión casi religiosa.

 —Es una receta de toda la vida —dice—. Hay que respetarla. 

Me usa con firmeza, pero también con cariño. Sus cortes tienen el peso de los años, de las tradiciones transmitidas con cada cuchara de madera y cada cucharón de caldo. Cada corte es una historia.

Pero Irene tiene otras ideas.

— ¿Y si le damos un toque distinto? ¡Podríamos hacerlo a nuestra manera! —dice, mientras revolotea por los armarios. 

Sus manos me agarran con entusiasmo y corta ingredientes que raramente he visto por aquí. Más tomate que cebolla, ya lo veo venir. El ambiente se caldea. El ritmo se rompe. Mi filo ya no se desliza con la misma gracia. Hay tensión en el aire… y en los cortes.

—Respetar las raíces es clave —dice Mariana, aferrada a su cuchara como a un amuleto. 

—Innovar es darle alegría al plato —responde Irene, sin rendirse. 

Sus palabras son tajantes, como cuchilladas invisibles. 

Me dejan sobre la tabla. Solo. Rodeado de verduras y carne, pero sin saber si volveré a tener un papel en esta cocina. Me inquieto. Si siguen así, pienso, esta discusión arruinará el almuerzo de cumpleaños. He visto suficientes comidas memorables como para saber que los mejores platos nacen del equilibrio, no de la guerra. 

Y entonces, entre el silencio tenso, Irene rompe el hielo: 

— ¿Y si buscamos un punto intermedio? 

Lo dice en voz baja, como quien ofrece una rama de olivo. Mariana se detiene. La miro, conteniendo el aliento. ¿Y si...?

 —Podemos mantener la tradición, pero con un toque tuyo —responde finalmente, con una sonrisa.

 Vuelvo a sus manos. Mis cortes ahora son seguros, decididos. Entran y salen al ritmo de la reconciliación. Se mueven como si bailaran, alternándome entre ambas. Picando, fileteando, mezclando. Yo, encantado, me dejo llevar. Los aromas se mezclan, cálidos, vivos. La cocina se llena de algo más que olores: se llena de entendimiento. 

El plato llega a la mesa. El primer bocado arranca sonrisas y elogios. Desde mi rincón en la tabla, miro las caras sorprendidas y me siento complacido. 

Porque, al final, la cocina no es solo recetas ni creatividad desbordada: es el lugar donde los desacuerdos pueden transformarse en oportunidades, donde los sabores se encuentran… y donde incluso los contrastes más grandes hallan armonía. 

Me limpian con mimo y me devuelven al cajón. Me acomodo, tranquilo. 


Hoy no he sido solo un cuchillo. He sido testigo de un pequeño milagro: el que sucede cuando dos ideas se funden en una sola

lunes, 28 de julio de 2025

Melocotones al sol

 

Cada verano,  los melocotones empiezan a desbordarse en los mercados: blancos, amarillos, rojos, paraguayos, de Calanda… Clara sabe que el verdadero calor ha llegado. No el de las previsiones meteorológicas, sino ese que se cuela en las paredes, se instala en las sábanas, en la piel y convierte la cocina en un invernadero con aroma a fruta madura.

La tradición de cada verano es sencilla: comprar dos kilos de melocotones, los más dulces, los de piel aterciopelada y manchitas rojas del sol. Volver a casa caminando despacio, con la bolsa rebosante de frutas apretada contra el pecho, y dejar que los melocotones esperen en la encimera unas horas, al calor de la ventana. Es importante que respiren, que suelten su perfume, el mismo que ninguna vela aromática puede igualar.

—No hay prisa —decía su madre, con los pies descalzos y el pelo recogido en un moño torcido—. El verano no se corre, se deja estar.

Después viene el pelado. Agua hirviendo, agua fría, pieles que se rinden en tiras como seda. Y en la olla: melocotones en gajos, un poco de azúcar, un chorrito de limón y otro de moscatel. A fuego lento. Siempre con la radio puesta, y el ventilador zumbando inútilmente en el pasillo.

El aroma llena la casa. Es verano en estado líquido. Clara lo sabe ahora. Cada vez que repite la receta, aunque su madre ya no esté. Cada vez que se mancha los dedos al preparar los botes para regalar. A la vecina, a la amiga que vuelve de vacaciones, a su hija, que ahora ya tiene edad para cortar la fruta sin miedo a cortarse.

Algunos veranos saben a sal, otros a sandía. Para Clara, el sabor del suyo siempre será el del melocotón al sol, cocido con cariño, embotado con mimo. Y si se sirve frío, con una cucharada de yogur o queso fresco, el mundo entero parece decir:

—Todo está bien. Es verano. Respira.

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