lunes, 28 de julio de 2025

Melocotones al sol

 

Cada verano,  los melocotones empiezan a desbordarse en los mercados: blancos, amarillos, rojos, paraguayos, de Calanda… Clara sabe que el verdadero calor ha llegado. No el de las previsiones meteorológicas, sino ese que se cuela en las paredes, se instala en las sábanas, en la piel y convierte la cocina en un invernadero con aroma a fruta madura.

La tradición de cada verano es sencilla: comprar dos kilos de melocotones, los más dulces, los de piel aterciopelada y manchitas rojas del sol. Volver a casa caminando despacio, con la bolsa rebosante de frutas apretada contra el pecho, y dejar que los melocotones esperen en la encimera unas horas, al calor de la ventana. Es importante que respiren, que suelten su perfume, el mismo que ninguna vela aromática puede igualar.

—No hay prisa —decía su madre, con los pies descalzos y el pelo recogido en un moño torcido—. El verano no se corre, se deja estar.

Después viene el pelado. Agua hirviendo, agua fría, pieles que se rinden en tiras como seda. Y en la olla: melocotones en gajos, un poco de azúcar, un chorrito de limón y otro de moscatel. A fuego lento. Siempre con la radio puesta, y el ventilador zumbando inútilmente en el pasillo.

El aroma llena la casa. Es verano en estado líquido. Clara lo sabe ahora. Cada vez que repite la receta, aunque su madre ya no esté. Cada vez que se mancha los dedos al preparar los botes para regalar. A la vecina, a la amiga que vuelve de vacaciones, a su hija, que ahora ya tiene edad para cortar la fruta sin miedo a cortarse.

Algunos veranos saben a sal, otros a sandía. Para Clara, el sabor del suyo siempre será el del melocotón al sol, cocido con cariño, embotado con mimo. Y si se sirve frío, con una cucharada de yogur o queso fresco, el mundo entero parece decir:

—Todo está bien. Es verano. Respira.

lunes, 27 de enero de 2025

Carrilleras de cerdo


Hace siglos, los antiguos cocineros descubrieron que algunas partes del cerdo tenían un sabor único y una textura inigualable. Entre ellas, las carrilleras se convirtieron en un tesoro secreto. Cocinadas a fuego lento y con paciencia, revelaban un sabor tan profundo que las familias reservaban este plato para ocasiones especiales.

El cerdo, como animal noble que es, ha sido parte esencial de la tradición culinaria en muchas culturas. Cada receta con carrilleras es un homenaje al respeto por los ingredientes y a la magia de transformar algo sencillo en un manjar extraordinario.

Hoy en día, preparar carrilleras de cerdo es mucho más que una receta; es un viaje al corazón de la cocina tradicional, donde cada bocado cuenta una historia de calidez, hogar y amor por la buena mesa.




Ingredientes:
  • 4 carrilleras
  • cebolla
  • ajo
  • zanahoria
  • laurel
  • sal, pimienta, aceite y harina
  • vino negro
  • caldo  


Las manos en la masa:


En una cazuela con un buen chorro de aceite de oliva, sello las carrilleras, vuelta y vuelta, hasta que estén doraditas. 

En el mismo aceite, echo la cebolla, los ajos y las zanahorias, todo troceado sin mucho detalle, porque luego lo trituraré. Lo dejo pochar hasta que la cebolla empieza a dorarse y, en ese punto, añade una cucharadita de harina. La dejo que se integre bien, removiendo rápido, para que luego ligue la salsa.

Devuelvo las carrilleras a la cazuela y les doy un baño generoso de vino tinto. Dejo que burbujee unos minutos, liberando aromas, y añado caldo hasta cubrir la carne. Aquí empieza la magia: fuego lento y paciencia, un "chup-chup" de dos horas, hasta que la carne queda tan tierna que casi se deshace.

Saco las carrilleras con cuidado, trituro la salsa y sirvo sobre un lecho de puré de patatas casero. El resultado: un plato tan meloso que pide pan... y aplausos.

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